miércoles, 12 de julio de 2017

Desechable.

No soy buena formando relaciones con las personas. No hay amistades, ni pareja, aunque sí pareciese que lo hay. Sólo engaño la mayor parte del tiempo a quiénes me rodean, incluyéndome a mí misma en este engaño tan doloroso como lo es admitir que en realidad estás por tu cuenta, en completa soledad. No es de la soledad que te permite apreciar esa ausencia de sonidos, sino de la que te carcome desde adentro. Esto no es algo reciente, pero me ha tomado tiempo comprender que es un problema, no una cualidad. En parte, se debe a mi fascinación por los personajes dramáticos, densos, desequilibrados y periféricos, aquellos sin la necesidad de nadie, autónomos. Pasé creyendo por años que este era mi modelo a seguir. Me veía y aún me veo a mi yo futuro en una casa, disfrutando de esa soledad, de un trabajo sencillo, pero en todo este sueño nunca se hace o se hizo mención a las relaciones que tengo, por que de lleno no las tengo y es probable que no las tendré. Tengo demasiado miedo, todo el tiempo, no se nota pero está siempre presente, señalandome los riesgos y midiendo las consecuencias. Temo de cada acción, de cada palabra, de cada interpretación mía y de los demás. Tergiverso todo a mi favor, porque si no lo hiciera sentiría que no hay escape. Sin huída, me vería obligada a atarme a ese espectro, a esa persona y eso temo más que cualquier cosa. A que se me vea frágil, quebrantable; a que me conozcan de verdad, a que piensen que soy un fraude; que se desilusionen de mí, que se burlen de mí, que me adjudiquen a un concepto: enfermiza, ignorante, victimista. Con esto no justifico mis acciones, sólo intento expliclarlas un poco.
He jugado por demasiado tiempo a querer. Ni siquiera querer, porque es un intento, vano y obseno, para alcanzar algo que obviamente no está a mi alcance. Me he escudado en estupideces, culpando a mi condición, culpando a mi inseguridad, a mi falta de inteligencia o de criterio para abordar las situaciones, pero no. La culpa es mía por querer intentar querer, por tratar de conseguir algo sin considerar ni el proceso, la mediación o la mantención de aquel estado. He estado solamente jugando y de jugar tanto tiempo he llegado a creer que eran reales todas esas situaciones. Repetí el mismo patrón para autoconvencerme de algo de lo que ni siquiera estaba segura. No puedo querer a alguien de la nada: no hay confianza, sólo pésimas intenciones que parecen ridículas una vez expuestas. Eso explica el cansancio de “tener que”. Tenía que salir, tenía que ir de la mano, tenía que hablar, tenía que escuchar también. Eran partes, no obligaciones, pero partes de un compromiso implícito al que me adherí sin saberlo, sin proponermelo y que no cumplí. Esperaba un compromiso explícito para realizar esa acción, de comprometerme. Esto se repite, lo repito, una y otra vez; cada vez degenera aún más, convirtiéndose en una barrera que me impide progresar y me llena de remordimientos. No me siento orgullosa de ser así, porque esto no es un personaje dramático o romántico; es sólo un personaje con múltiples facetas, un actor practicando un montón de personajes burdos de montones de obras. He generado un desmedro tal que apenas puedo cargarlo. Cargo la culpa de dañar a varias personas que no debía dañar, ni siquiera intentar querer, porque no se lo merecían, tanto como por el dolor como por el cariño. Esas personas no deben ser parte de un juego maquinado para luego ser desechadas por un par de excusas que abogan fatiga y confusión. Esas eran personas que confiaron en mí, pero yo nunca confié en ellas, sólo les hice creer que todo estaría bien con el tiempo aunque dentro ya sabía que destino les depararía. La ilusión se quiebra y con ella el afán de seguir jugando esta vez. Debería alejarme un poco del mundo para contemplarlo desde afuera, como he hecho hoy día, para analizarlo mejor, para progresar de mejor manera, porque lo que hago no considero que merezca perdón. Todos juegan con las personas, pero pocos admiten que lo hacen. No por eso me siento bien de admitirlo. El mismo problema engendró una necesidad constante de cortar con todo, de admitirlo de una vez y sacarlo del sistema. No hay nada mejor que liberarte de esas cargas, pero, ¿a qué precio? ¿Será el costo - el castigo - tan alto que me haga dudar de lo que he hecho? A estas alturas, ya decidí y la acción está ejecutándose: yo, aquí, me sigo preguntando si estará bien que haga esto, si soy en realidad la persona que digo ser o si, tal vez, la mentira ya se volvió parte de la realidad, y es tan real que apenas puedo diferenciar entre ambos límites. Lo real de lo irreal.